En México, la política dejó de ser un juego de ideas hace mucho. Hoy es un circo, más que de pulgas, de chapulines, donde los políticos brincan de partido en partido con tal de no soltar el hueso. Para esto hay que ser técnicos, si democracia es el gobierno del pueblo, tecnocracia el gobierno de los técnicos, plutocracia el gobierno de los ricos, oclocracia el gobierno de los pobres, la chapulinocracia es el gobierno de, por y para los chapulines, un sistema donde el cinismo es ley y la corrupción viaja de bandera en bandera, manchando a todos por igual.
Ahora, la chapulinocracia nació junto con el sistema de partidos mexicano, sin embargo, hoy con los deseos de volver a un partido hegemónico, resulta lógico que el partido más poderoso sea el nuevo refugio favorito de los chapulines más jugosos del PRI, PAN y PRD. Cómo muestra un botón: Ricardo Monreal, que pasó del PRI al PRD, luego PT, MC y ahora Morena, cargando bajo el brazo con acusaciones de nepotismo y sospechas que lo siguen como sombra. O Layda Sansores, que fue priista treinta años, luego perredista, después convergente, petista y hoy morenista.
Aquí es donde uno se pregunta, ¿cinco partidos en 20 años?, ¿dónde están los valores?, ¿los ideales? La realidad es que no tienen. ¿Lo peor? No hay ningún tipo de obstáculo para esta pésima práctica del sistema de partidos mexicano. A saber, bajo la bandera de respetar los derechos políticos de las personas, se asume que no se puede coartar que un individuo apoye o deje de apoyar a un partido político. En ese sentido, impedirle el traspaso de un partido a otro, sería limitar su libertad de agencia política.
Sin embargo, estas leyes, como mucha otras en el país, se hicieron pensando en un político que no existe: un político con convicciones, un político que piensa primero en sus valores y después en las candidaturas, un político de esos que en México no existen. Nuestro país adolece justamente de lo contrario: políticos que prefieren cambiarse de playera a mitad del juego, con tal de no perder el partido.
Otro ejemplo claro de esto está en las recientes adquisiciones de Morena: Alejandro Murat y Miguel Ángel Yunes. El primero del PRI, el segundo del PAN, los dos ahora Morenistas de hueso colorado. Ambos con investigaciones en su contra por diversos delitos y escándalos en sus respectivas administraciones como gobernadores, uno de Oaxaca, el segundo de Veracruz. Ambos repudiados por las bases morenistas, que ahora se ven obligadas a tragarse semejantes sapos que durante años disfrutaron de apedrear.
El problema es tan profundo que no se limita al ámbito nacional. Basta mirar estados y municipios: gobernadores expriistas ahora arropados por Morena, alcaldes que un día criticaban a AMLO y al otro andan levantando la mano para sumarse a la 4T. ¿Su especialidad? Llegar al partido nuevo con los mismos vicios de siempre: contratos inflados, nepotismo descarado, deudas municipales y expedientes bajo investigación.
Así, Morena terminó pareciéndose tanto al PRIAN que hasta da nostalgia. Los mismos rostros de siempre, pero ahora pintados de guinda. La regeneración nacional se convirtió en reciclaje político. Los que ayer juraban combatir la corrupción hoy la apapachan, siempre y cuando venga con votos.
El problema no es solo que los chapulines existan. El verdadero desastre es que traen su podredumbre consigo, la reparten, y convierten a cualquier partido que los recibe en cómplice. Por eso ya no hay partido limpio. La mugre es contagiosa y aquí todos terminaron embarrados.
Mientras tanto, los ciudadanos miramos cómo los que decían venir a arreglar el país, terminaron arropando a los mismos que lo destruyeron. Por eso es que en la chapulinocracia cambiar de partido no es traición, es tradición, la impunidad no es delito, es premio y el poder no es del pueblo, es de los mismos de siempre.